Artículo de Isabel Herrera de La Nueva Crónica.
Quizá lo que más dice de estas mujeres es su risa. Es una risa natural, equilibrada y contagiosa. Una risa que no sólo es que la merecen, sino la que se han ganado. Se nota que durante años –demasiados, siempre son demasiados– les privaron de ese privilegio. Demasiado tiempo en el que se vieron sometidas a la violencia de un hombre, por llamarlos de alguna manera, que las fue haciendo pequeñitas a base de insultos, vejaciones, faltas de respeto y golpes.
Trataron de anularlas por completo, y hasta de matarlas, pero tomaron la decisión de ponerse en pie y plantar cara a sus maltratadores. Las dos coinciden en lo mismo, en que tomar la decisión es difícil, desde luego que lo es, pero que hay que tener muy presente que, en realidad, ahí es donde empieza el camino más duro. Advierten: no será fácil, pero merece la pena, porque lo que merece la pena es vivir.
Ambas mujeres guardan muchas cosas en común además de la risa. Hoy pueden decir que vuelven a reconocerse en las personas que eran antes de ser víctimas de violencia de género. Son fuertes, alegres, decididas, valientes. Las dos se dan cuenta ahora de que, durante mucho tiempo, no supieron ver lo que les estaba pasando, y las dos tienen muy claro el momento en el que abrieron los ojos.Ambas tienen ganas de hablar, de contar su historia para permitir que otras mujeres que puedan estar pasando por lo que ellas padecieron y bien conocen puedan comprobar que la decisión de salir de ahí es suya. Ninguna ha vuelto a convivir en pareja. Las dos se aferraron a su pequeño trabajo para salir adelante. Una y otra saben bien lo que es el miedo. Y también las dos sienten un único freno a la hora de hacer público su nombre y apellidos, sus hijos; por eso y porque lo que verdaderamente importa no es su nombre ni su dirección sino su testimonio, serán presentadas con un nombre ficticio.
“Si no es por mi hijo, no lo cuento”
María está recién jubilada. Conoció al que luego fue su marido, su maltratador, cuando tenía unos treinta años. Fue su primer novio y se casó por amor, pero el cuento duró poco, muy poco, aunque tampoco era muy consciente de que aquello no funcionaba. Ella trabajaba y trabajaba en el negocio familiar, cuidaba de la casa, del hijo de ambos… y todo lo que recibía era indiferencia, insultos, reproches, amenazas… y hasta que la dejara en la calle con su hijo. No era vida, “pero vas tirando, no sabes”.
Hasta que llega ese momento en el que tu cabeza hace ‘clic’ y ves toda la mierda en la que has estado metida tanto tiempo. En su caso fue una paliza, y grave, “si no es por la paliza yo no hubiera llegado a entender el mundo en el que estaba metida”. Tiene aquel día grabado a fuego, “todavía se me revuelve el estómago”, asegura. “Cuando él entró en casa yo ya intuí lo que iba a pasar, quise marchar y ya no pude”. Y es que, según relata, entonces se dio cuenta de que le había ido avisando con sus palabras, con sus hechos, “el matratador te lo está diciendo, pero lo hace de tal manera que no te das cuenta”.
“Y ahí ya fue todo, me agarró y… después de estar dos horas dándome una paliza llegó mi hijo a casa (por entonces tenía unos 16 años), que si llega a ser una de estas veces que se queda a dormir en casa de un amigo yo no lo cuento. Entró en casa y reaccionó fenomenal, me sacó de allí y me llevó directamente a Comisaría a poner una denuncia. La verdad es que yo no sé ni cómo pude levantarme del suelo aquel día, es como si una fuerza que no sabes que tienes tirara de ti hacia arriba. Me había roto costillas, me había reventado el tímpano… En cuanto llegamos a Comisaría me trasladaron al Hospital”. Un mes estuvo ingresada antes de poder salir de allí y, desde luego, a su casa no quería volver a pesar incluso de que su maltratador estaba en prisión apenas un día después de la agresión.
Se fue a casa de su familia mientras le arreglaban el ingreso en un centro de acogida para mujeres víctimas de violencia de género donde pasó un año. Un año en el que los fines de semana salía para ir al domicilio familiar donde se había quedado su hijo que, a pesar de su corta edad, tuvo que empezar a trabajar con 16 años para contribuir a una economía que el padre había dilapidado. “Yo siempre fui una persona de trabajar, trabajar, trabajar, y mira para lo que me sirvió con esa persona, para ponerme en la ruina, y ahí sigo, que sigo pagando sus deudas y así voy a estar hasta que me muera”.
Y eso que por mucho que a él no le gustara llevaba muchos años compaginando el trabajo en el negocio familiar con otro pequeño empleo, su ‘hormiguita’, dice María, de la que fue tirando mientras buscaba otro trabajo durante su estancia en la casa de acogida. “Desde que entré allí no paré de buscar trabajo, gasté una suela de los zapatos en ir puerta por puerta buscando un empleo”. Ríe, esa risa…
Y lo encontró. Tardó, porque todo lo que le salía era fuera y ella no estaba dispuesta a dejar León, a su hijo, su ‘hormiguita’… Y cuando lo encontró vio la necesidad de dar otro paso más, salir de la casa de acogida, donde había pasado un año de su vida. “Allí estaba genial, para mí fue grandísimo, pero no es cuestión de meterte ahí y ya, tú tienes que tener la responsabilidad de salir adelante, te ayudan, pero no te salvan”.
María cuenta todo esto en un despacho de la Asociación Leonesa Simone de Beauvoir. Allí se siente cómoda. Sigue participando de sus talleres y encuentra en este lugar una especie de familia. Viste ropa colorida, alegre, y llega contando cómo está viviendo estos primeros días de jubilación. No pone ningún reparo ni condición para la entrevista y empieza con un “bueno, pues pregunta lo que quieras”, pero casi no hay oportunidad, María arranca a hablar y lo dice todo.
–A día de hoy, ¿qué sabes de tu maltratador?
– Nada. De la vida de él no sé nada, ni me interesa, pero me la imagino, imagino que seguirá igual.
– ¿Has rehecho tu vida?
– Tengo pareja, no de convivir. Un amigo, una persona buena, pero no pareja.
–¿Algo como lo que tú has vivido se llega a olvidar?
– Se olvida, pero la herida no se cierra. Me desahogo a veces llorando, lo hablas… y depende de con quién, porque hay gente que cree que vas de víctima.
–¿Qué consejo le darías a una mujer que pueda estar siendo víctima de malos tratos?
– Que no aguanten más, que se sale. Piensas que no, pero te llegan las fuerzas de no sabes dónde. Que no les crean nada, que no crean en las buenas palabras, porque te envuelven.
“Vas aguantando”, “no eres consciente de lo que está pasando”, “te manipulan”, “te sientes muy sola”, “tienes miedo”. Son frases que repetirá Lucía –recuerden que el nombre es lo de menos y no es real– en su testimonio. Con ella la conversación discurre por teléfono. Dos horas que bien podrían haber sido cuatro pues la comodidad y una extraña sensación de confianza se extiende de un lado a otro de la línea.
“Si mi quedo con esta persona mi hijo será como él”
La Lucía de hoy recuerda mucho, otra vez, a la que era cuando llegó a España. Ella es extranjera, hija de españoles, y con unos 30 años decide venir a vivir a la tierra de sus padres. Es una mujer independiente, sin miedo a los cambios, con ganas de vivir. Se instala en una ciudad del Levante y conoce a un chico, se enamora y se queda embarazada. Hasta ahora la historia suena bien. Pero muy pronto –ya durante el embarazo– empiezan los insultos, las prohibiciones, lo de que nada de lo que haces está bien, el que te acompañe a todas partes para tenerte controlada, te separa de tus amigos, de tu familia, “estás como anulada”. “Le molestaba que leyese y tonterías así; me insultaba, me escupía a la cara, y eso que por su trabajo apenas pasaba en casa cuatro días al mes, pero es cuando oyes cómo mete la llave en la puerta y se te encoje el corazón cuando dices ‘esto no está bien’”.
Van pasando los años y van pasando cosas. “Te coge del cuello, te arrastra, te tira cosas… no a la cara, claro, no quería darme golpes que se vieran, porque para los amigos y la familia era una bellísima persona”.
Hasta que llegó el ‘clic’. En su caso fue cuando su hijo, que por entonces tendría unos 8 años, empezó a mostrar gestos un poco como su padre, “y un día, estando con él en la cocina me llamó ‘lista’ con el mismo desprecio con el que se lo había escuchado llamármelo a su padre, ‘lista, que eres una lista’; ahí dije, dios, esto no puede seguir, si me quedo con esta persona mi hijo será como él”.
De este modo, un fin de semana que él está en casa le dice que necesita un tiempo y, por supuesto, él no lo acepta. Así que poco a poco va preparando unas cuantas cosas para irse de casa con su hijo, “y yo creo que algo debió notar porque me dijo que si cuando volviera a casa yo no estaba, me mataría”. Pero se fue. “Si no me voy no sé lo que hubiera pasado; hasta el final intentas que las cosas mejoren, pero no es posible con esta clase de personas”.
“Cuando denuncias te das cuenta de todo. Es cuando necesitas apoyo, y no es fácil, es muy difícil. Ahí empieza un duro camino, pero no hacerlo es enterrarte en vida; no es vida saber que te pueden matar”. Empieza entonces ese tortuoso camino. Él la sigue, le pincha las ruedas del coche, le escribe puta en el vehículo… No sirve de nada ni la orden de alejamiento que la Justicia le pone a él. “La quebranta 40 veces al día, yo creo que hasta pidió en su empresa estar cerca de casa”.
Lucía vive con miedo, libre, pero con miedo. “Yo tenía miedo de que contratara un sicario”. Denuncia una y otra vez el quebrantamiento de la medida de protección y él sigue saltándosela un día sí y otro también. “Vas por la calle y miras más hacia atrás que hacia adelante por si acaso, no sales de casa porque tienes miedo…”.
Al fin, y después de dos años ya separados, su maltratador va a la cárcel y esto le provoca dos sensaciones contradictorias, «por un lado de tranquilidad por saber que está encerrado, y por otro pienso, dios mío, cómo saldrá de ahí…”. Ahí es donde empieza a pensar que debería cambiar de ciudad y empieza a buscar trabajo fuera.
No lo encontraba, pero lo que sí halló fue a una persona que le ayudó mucho: “Esa persona me llevó a una asociación de mujeres víctimas de violencia de género. Hablamos con mi empresa y gestionamos el traslado a otro destino y acabé aquí en León; el día que me comunicaron que aprobaban el traslado lloré todo lo que he podido y más de la alegría”. Llegó a León con su hijo y revivió.
Pero llega el momento en el que él sale de la cárcel y tiene permiso para ver al niño en el punto de ecuentro familiar de León una vez al mes. “Mi hijo no quería verle, cuando llegaba el momento le dolía la cabeza, tenía ganas de vomitar… se ponía enfermo físicamente”. Volvía el miedo, “yo sabía que él llegaba a León el viernes por la noche y nosotros ese fin de semana ya no salíamos de casa, le tenía miedo a él y seguía con el miedo al sicario”.
Cuando el niño cumple 14 años se revisa el régimen de visitas y la jueza decide, tras escuchar al hijo, que si él quiere ver a su padre le puede llamar cuando quiera. “Yo le compré una tarjeta para que lo hiciera cuando quisiera y, hace solo unos meses, cuando nos mudamos de casa, encontré la tarjeta; nunca la ha usado, nunca la ha llegado a meter en su móvil, porque él no quiso”.
–¿Cuál sería tu consejo para dar el paso de denunciar?
–Arrímate a mujeres fuertes, el ejemplo es importante.
–¿Consideras que has superado los malos tratos que sufriste?
–Yo creo que aunque hayan pasado años, los recuerdos de lo vivido a veces vuelven, un olor, una comida, un gesto… Aunque lo superé todo… la sensación queda si vuelves a encontrártelo.
María y Lucía, dos ejemplos de que se puede salir. Dos mujeres más fuertes que la violencia de género. Las dos recomiendan lo mismo: busca ayuda.